
Berisso no da más. Mientras los funcionarios miran para otro lado y la inseguridad está descontrolada, las calles se vuelven tierra de nadie.
En un nuevo y alarmante episodio de violencia, una mujer fue salvajemente golpeada por su expareja cuando esperaba el micro en la madrugada del miércoles. El brutal hecho ocurrió en la calle 151 entre 9 y 10, en pleno corazón de Berisso, y expone el descontrol absoluto que reina en la ciudad, donde ni esperar el colectivo es seguro.
Según informó la Secretaría de Seguridad Ciudadana del municipio, la víctima fue sorprendida por su agresor, quien se movilizaba en moto, la atacó a golpes de puño en el rostro y le robó el celular antes de huir como un cobarde. La mujer tuvo que ser asistida en el hospital local y se encuentra fuera de peligro, aunque con lesiones visibles. La carátula de la causa es por “robo y lesiones agravadas por violencia de género”, aunque, insólitamente, el violento sigue prófugo y nadie sabe nada de él.
El municipio en silencio: violencia, impunidad y abandono
Este hecho no es aislado. El 26 de marzo, otro episodio de violencia de género sacudió a la comunidad. En la esquina de 172 y 40, un hombre le dio una paliza con un caño a su ex frente a los vecinos que, desesperados, llamaron al 911. Gracias al testimonio de testigos, el agresor —de 35 años— fue detenido a pocas cuadras, pero el susto y la indignación quedaron flotando entre los vecinos.
Lo más preocupante es el patrón de abandono por parte de las autoridades locales. Mientras los casos de violencia recrudecen, el Concejo Deliberante de Berisso decidió no suspender al concejal Antonio Ligari, denunciado por violencia de género, en un hecho que huele a complicidad política y encubrimiento.
Berisso parece estar atrapada entre el desgobierno, la violencia y la impunidad. La policía actúa cuando puede, pero los recursos son limitados y el compromiso político, nulo. ¿Hasta cuándo van a seguir mirando para otro lado?
Mientras tanto, los vecinos viven con miedo, las mujeres no se sienten seguras ni para ir a trabajar, y los agresores —algunos incluso con cargos públicos— siguen libres, protegidos por un sistema que prefiere proteger a los suyos antes que a las víctimas.